Donde la literatura y la maldad se toman un té

sábado, 20 de agosto de 2016

Cincuenta Malas Hierbas de Grey - capítulo 6



6



Paso la mayor parte del resto de ese día en comisaría y haciéndome un molesto y terriblemente violento chequeo que añadir a la denuncia contra José. Pero lo peor, casi peor que llevar mi ropa vomitada de ayer en una bolsa de plástico por si me la piden, es que tengo que admitir que hubo un testigo visual de la agresión y señalar quién era con nombre y apellido, lo cual quiere decir que todavía no voy a poder librarme de cierta persona, parece ser. Lo bueno es que, como recompensa por mi esfuerzo, tengo desayuno gratis para varios días esperándome de vuelta en casa y eso me hace muy feliz. Así que intento centrarme en la parte positiva y olvidar el resto.


Me gustaría poder decir que vuelvo a casa sin incidentes y que, una vez allí, realizo un ritual satánico con la bolsa de ropa que Grey ha dejado olvidada en mi baño. Luego hago mi propia colada y le mando un mensaje a Zarza con instrucciones para la reventa de los carísimos libros que siguen sobre la encimera de mi cocina. Y que soy feliz y como muchas magdalenas y los perturbados dejan de acosarme. FIN.

Sin embargo, cuando finalmente me liberan de comisaría, exhausta, de nuevo con jaqueca y sintiéndome francamente sucia e incómoda en mi piel después de tanta pregunta y pruebas médicas, lo que realmente sucede es que alguien me está esperando en la puerta. Y no es Kate.

Me quedo rígida.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunto, con la voz mucho más temblorosa de lo que me gustaría.

Malditas aplicaciones espía de internet. ¿Realmente voy a tener que poner otra denuncia hoy? Estoy demasiado cansada para esto. ¿Es que el día no se va a acabar nunca?

Creo que lloraré.

El llanto inminente se me debe de notar en la cara, porque él se apresura a contestar:

—No te he seguido —Está esperando con la espalda apoyada contra el lateral de su coche, las manos cruzadas sobre el pecho, ahora vestido de nuevo con traje y camisa limpios—. Me han llamado para tomarme declaración.

—Ah. —Dudo un momento—. Bueno, gracias por la ayuda, entonces.

Paso por su lado sin añadir nada más y sigo caminando por la acera. Oigo sonar su teléfono mientras me alejo.

—Grey —contesta bruscamente—. Bien. Mándemela por e-mail. ¿Algo más?

No oigo que se despida, pero ya ha colgado cuando su figura vuelve a entrar en mi campo de visión, acompasando su paso al mío.

—¿A dónde vas?

Frunzo el ceño.

—A mi casa, ¿a dónde crees que voy a ir?

—¿Piensas volver andando?

—Sí. Locomoción bípeda, ya sabes: fue un gran invento en la historia de la evolución.

El teléfono vuelve a interrumpirle.

—Grey. —Pausa—. Bien. Eso es todo, Andrea. —Corta la llamada y se vuelve una vez más hacia mí como si nada hubiese pasado.

Ni adiós ni gracias.

Qué encanto.

—Vives a cinco manzanas de aquí —señala, como si fuera una idea impensable—. Ven, Taylor nos acercará en el coche.

¿Nos? Ni de coña.

En ese momento reparo en que el coche negro nos sigue rodando a velocidad de colisión paralelo a la acera.

—No es necesario —Acelero el paso—: me gusta caminar.

No le da tiempo a contestar antes de que vuelva a sonarle el teléfono.

¿En esto consiste toda su vida?

Ugh. Teléfonos. Me suicidaría.

—Grey —dice bruscamente.

Yo aprovecho para sacarle algo de ventaja, pero eso no me impide esta vez oír la voz que truena desde el otro lado de la línea

—Hola, Christian. ¿Has echado un polvo?

Se me enciende la cara como un semáforo, todo el cuerpo se me pone rígido.

No quiero oír este tipo de conversaciones. Dios. Vergüenza.

Más distancia, necesito más distancia.

—Hola, Elliot. —Grey suspira y vuelve a ponerse a mi altura gracias a sus zancadas considerablemente más largas que las mías—. Te agradecería que no hablases tan alto: conseguirás que mi acompañante salga corriendo.

—No me estás acompañando, ¡me estás persiguiendo! —le grito.

—¿Quién va contigo? —La otra voz no parece tener más que un volumen de interacción.

Grey mueve la cabeza.

—Urtica Dioica.

—¡Hola, Ortiga! —dice el desconocido, todavía más alto que antes.

Bien, tiene dos volúmenes de interacción: grito y ultrasonido.

Un momento. ¡¿Ortiga?!

Me paro, mirando con los ojos muy abiertos el teléfono que sigue contra la oreja de mi acosador particular más empedernido.

Y ¿este quién es?

—Me han hablado mucho de ti —continúa Elliot, su voz es ronca.

Grey frunce el ceño. Ahora sí le miro a él, cada vez más descolocada.

—Así que supongo que Christian se habrá quedado con las ganas —sigue la voz del teléfono.

Se me abre la boca.

—¿Qué coj…?

¿Quién coño es este colg…?

¿Qué significa esa…?

—Estoy llevando a Urtica a su casa —me corta Grey recalcando mi nombre—. ¿Quieres que te recoja?

—Claro.

—Hasta ahora.

Cuelga.

Seguimos parados. Y yo sigo con la boca abierta.

—Urtica, ¿te encuentras bien? —Suena preocupado.

Por si la cabeza no me dolía ya bastante.

Por si tener que pasar el día en comisaría y pasando un examen médico no fuese lo bastante humillante.

Como si tratar con *toda esa gente* no fuese suficiente contacto social por un maldito día.

Y si digo que no ya no podré despegármelo de encima *nunca*. Y tendré que deshacer mis pasos y rellenar una segunda denuncia.

—¿Por qué te empeñas en llamarme Urtica? —Si no puedes mentir, cambia de tema como si no hubiera mañana.

—Porque es tu nombre.

—Todo el mundo me llama Ortiga.

—¿De verdad?

El coche negro también está parado junto a la acera, a nuestro lado.

—Urtica… —me dice pensativo.

Sacudo la cabeza y me limito a reanudar la marcha, ignorándole someramente. Pero no se queda atrás.

—Lo que ha pasado esta mañana en tu apartamento… no volverá a pasar. Bueno, a menos que sea premeditado —dice, serio.

Por poco tropiezo con mis propios pies.

Eso no es una disculpa.

¿Cómo que premeditado? ¿Qué coño quiere decir eso?

Esto no puede ir en serio.

Tomo aire.

—Si no te subes ahora mismo a tu coche y dejas de seguirme, te juro que doy media vuelta y vuelvo a comisaría a pedir una orden de alejamiento.

Por fin le dejo atrás.

——————————————

Llego a la puerta de mi casa, benditamente sola, y me detengo a sacar las llaves. Entonces me acuerdo.

—¡Ah! —Levando el índice derecho hacia la madera—. Claro: Elliot es su hermano.

La puerta se abre antes de que pueda meter la llave en la cerradura y un borrón de pelo se me lanza encima.

—¡Ortiga! —Reconozco a Kate por el olor de su colonia—. ¿Qué ha pasado? He oído tu último mensaje. ¡¿A comisaría?! ¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Estás bien?! ¡Lo siento tanto! —No respira.

Se separa de mí con las manos en mis hombros y me recorre la cara con la mirada.

—¡Oh, dios mío! ¡Tu cara!

Sin darme tiempo a abrir siquiera la boca, me arrastra hacia el interior del apartamento y cierra la puerta. La persona que nos espera en la cocina me hace clavar los talones en el suelo y detenerme.

—¡¡Tú!! —Le señalo acusadoramente.

Entonces todo se vuelve muy confuso. Más de lo normal, quiero decir.

Un segundo tipo muy grande y al que juraría que no conozco (lo cual es mi caso no es garantía de nada) se pone en pie junto a la mesa del desayuno, a caballo entre la sorpresa y la actitud defensiva. Kate lanza un grito y me arrastra detrás de su cuerpo con brusquedad.

—¡¿Has sido tú?! —Mi compañera de piso alterna entre mirar a las dos montañas humanas al otro lado de la cocina y a mí—. ¡¿Ha sido él?! ¡¿Él te ha hecho esos cardenales?!

—¡NO! —gritamos Grey y yo al mismo tiempo.

—¡Pero acabas de decir…!

—¡No! —insisto, saliendo de detrás de su cuerpo—. Ha sido José.

Se hace una pausa durante la que Kate me mira sin comprender.

—¿José? —susurra—. Pero…

—Ajá. Un encanto, ¿verdad? —Le dedico una sonrisa torcida al tiempo que levanto el brazo de los cardenales para que lo vea—. Por eso he ido a comisaría.

—Pero… —Sigue sin reaccionar.

Me vuelvo hacia Grey mientras Kate sigue procesando.

—Y tú ¿qué demonios estás haciendo aquí?

Él se limita a levantar una ceja, divertido.

Te voy a arrancar la cara. A mordiscos.

Estoy demasiado cansada para lidiar con esto.

—Solo he venido a recoger a Elliot —Señala al segundo mostrenco que hay de pie en mi cocina.

Así que ese es el tal Elliot.

—Hola, Ortiga.

Sonríe y sus ojos azules brillan mientras rodea la mesa para venir a envolverme en un abrazo de oso.

Y yo que pensaba que me había librado de esto cuando salí de España. Puerros.

—Eh… Hola —balbuceo cuando por fin me veo libre.

—Elliot, tenemos que irnos —dice Christian en tono suave.

—Claro.

El aludido se gira hacia Kate, la abraza y le da un beso interminable.

La casa tiene habitaciones. De verdad.

Mientras estoy intentando no mirar a la pareja me fijo en que Grey ha recuperado la bolsa con su ropa que se había quedado en el baño.

Esta es mi oportunidad.

Sorteo la mesa y cojo el paquete con los libros que sigue sobre la encimera. Se los tiendo a mi acosador.

—Toma —le digo—, tus libros. No te los dejes.

Él se limita a sostenerme la mirada, una ceja arqueada y la sonrisa empezando a ensanchársele una vez más.

Elliot sigue besando a Kate, la empuja hacia atrás y la hace doblarse de forma tan teatral que el pelo casi le toca el suelo.

—Nos vemos luego, nena —le dice sonriente.

Kate se derrite.

Yo les ignoro y vuelvo a agitar el paquete de libros delante de las narices de Grey, que resopla y me mira con expresión impenetrable.

—No se devuelven los regalos, Urtica.

Se da media vuelta, sale al rellano y abre la puerta de la calle. Elliot lo sigue, pero se vuelve y le lanza otro beso a Kate. Ella se queda apoyada contra la marquesina de la puerta viéndoles marchar.

Con un suspiro, dejo el paquete de libros una vez más sobre la encimera y saco el móvil.

«Furcia, han caído en mis manos unos libros muy viejos por los que cualquier Wannabe mataría. ¿Quieres que nos saquemos una pasta?». Hago una pausa y me pienso si mencionar lo que pasó ayer. «Tenemos que hablar con calma. Tengo muchas cosas que contarte: hoy he puesto mi segunda denuncia».

Pulso enviar.

Oigo cerrarse la puerta de entrada y Kate aparece a mi espalda. Tiene el gesto indeciso.

—Entonces ¿seguro que estás bien?

Intento sonreírle a pesar del agotamiento.

—Sí, no te preocupes.

—Pero…

—El muy imbécil estaba borracho. Me lo tuve que quitar de encima de un cabezazo. Pero por suerte la cosa quedó en eso.

Más o menos.

Eso parece resolver sus dudas. Y entonces su cara cambia.

—Y… —Me lo veo venir cuando la veo abrir la boca y poner morritos—, ¿con Grey…?

—No —contesto bruscamente, con la esperanza de que eso impida que siga preguntándome—. Pero es evidente que tú sí —le digo.

Y funciona.

—He quedado con él esta noche.

—Me alegro —le digo, y se queda en la cocina dando saltos como una niña pequeña.

El móvil vibra en mi pantalón. Zarza.

«Sabes que siempre estoy dispuesta para la pasta. Sea del tipo que sea.

Y tendrás que contarme lo de la denuncia. Puede que yo también necesite poner una».

Lo que necesito ahora mismo es mi cama.

José llama esa noche, pero Kate me arranca el teléfono de las manos antes de que yo pueda contestar y empieza a gritarle todo tipo de barbaridades. De todas formas, le oigo gritar a él también al otro lado de la línea, algo de que soy una puta desquiciada y que he sacado las cosas de contexto. Así que termino por recuperar mi teléfono de las manos de Kate.

—No vuelvas a llamarme —le digo, elevando la voz con rotundidad por encima de sus improperios—. La próxima vez que me llames, grabaré la conversación y la llevaré a comisaria.

Cuelgo.

No, si encima tiene el cretino los huevos de enfardarse. No te jode.

Sigo necesitando mi cama.

—————————————

Paso el domingo acurrucada en el sillón hablando con Zarza por Skype. Planeamos qué hacer con nuestras futuras riquezas de la reventa de libros mientras como helado de uno de esos cubos-tarrina americanos, esos que seguramente los descuartizadores usan para almacenar a sus víctimas en los congeladores de los sótanos de sus casas, porque tienen el tamaño apropiado para meter una cabeza humana entera. Lo cierto es que no me gusta tanto el helado, pero lo acompaño con todos los bollos que Grey compró para desayunar el sábado y entra divinamente.

Kate comienza a empaquetar sus cosas para la inminente mudanza. Yo le echo cuento a mi cabeza y aprovecho mi día libre en el trabajo. Tendré que hacerlo durante la semana, pero realmente necesito un descanso.

El lunes sí hago cajas y voy a trabajar.

Las horas pasan muy lentas hasta que por fin todos los clientes se marchan. Como estamos en plena temporada de verano, tengo que pasar dos horas reponiendo las estanterías después de haber cerrado la tienda. Es un trabajo mecánico que me deja tiempo para pensar. Me dedico a tararear mientras recorro los pasillos. Hay un motivo y solo uno por el que me gusta que me toque cerrar: estoy sola.

Me he tenido que maquillar. Yo. Kate me ha prestado base para que pudiera taparme el inmenso moratón de la frente. Para que nadie haga preguntas que no me apetece responder. Los cardenales del brazo al menos los he podido tapar con una camisa de manga larga. Me cago en todos los muertos de José, el calor que tengo. Estoy sudando. Pero a pesar de todo me alegro de que sea verano, me gusta que todavía sea de día cuando salgo del trabajo, por tarde que sea

Termino lo que estoy haciendo, recojo mi mochila y me encamino hacia la puerta. Entonces me empieza a sonar el móvil. Kate.

—¡Ortiga! ¿Dónde estás? ¿Ha pasado algo? ¡Ya deberías estar en casa!

Me miro el reloj.

—Lo siento. He tenido que quedarme reponiendo.

Meto el brazo en la mochila para intentar encontrar las llaves, y casi la cabeza también, el teléfono presionado entre la oreja y el hombro.

—Ah, aquí estáis —suspiro, notando por fin el tintineo del llavero en las puntas de los dedos.

—¡Estaba empezando a preocuparme! —sigue mi compañera de piso—. Después de lo que te pasó el viernes y todo…

Pobre. Si de verdad es un encanto.

—¡Hola, Ortiga! —se oye una voz ultrasónica de fondo.

—Uhm… hola… Elliot —mascullo. Voy hacia la puerta y descorro el pestillo para salir—. Escucha. Lo siento. Gracias por preocuparte. No ha pasado nada. Ya voy para casa, ¿vale?

—Vale, sí.

Vuelvo a coger el teléfono con la mano y levanto por fin la cabeza. Me quedo rígida.

—¿Qué coño haces aquí?

—¿Ortiga? —duda la voz de Kate en mi oído. Todavía no ha colgado.

José carga hacia mí con paso decidido, obligándome a retroceder de nuevo hacia el interior de la tienda para evitar que me arrolle. No tengo espacio para cerrarle la puerta en las narices.

Se me hace un vacío en el estómago.

—Ortiga, ¿pasa algo? ¿Sigues ahí?…

—¿Qué coño estás haciendo aquí, José? —repito, esta vez con más fuerza.

—¡Ortiga!

José me mira con la peor cara de malas pulgas que le he visto nunca. Tiene un morado entre los ojos y sobre la nariz lleva una de esas tiritas que yo pensaba que sólo existían en las películas.

—¿Estás hablando con tu querido Grey? —me pregunta, a medio camino entre la burla y el rencor.

Aprieto los labios. Las palmas de las manos me hormiguean.

—Tengo que colgar —le digo a Kate, la voz aguda—. Llama a…

Pero José me arranca el teléfono de la mano y lo tira al suelo con violencia. Oigo perfectamente el crujido de la carcasa.

—¡¿Cuál es tu puto problema?! —Mi voz resuena por toda la tienda vacía.

Mierda. Mierda. Mierda.

Tienes que mantener la calma, Ortiga. Calma.

Separo las piernas, las rodillas un poco flexionadas. Le placaré si tengo que hacerlo. Todavía tengo las llaves en la mano.

—¿Cuál es MI puto problema? ¡¿Cuál es TU puto problema?! —me grita, dando un paso más hacia mí, hinchándose. Somos casi de la misma estatura, pero él tiene mucho más peso a su favor—. ¿Cómo has podido denunciarme a la policía? ¿Quieres joderme la vida? ¡Pensaba que éramos amigos!

—¿Así es como haces tú amigos, intentando violarlos?

—Yo no te… No iba a… —Se le abren los ojos y le veo ponerse rojo mientras lucha con las palabras, la sien palpitándole—. ¡Estaba borracho!

—¿Y ahora? —le lanzo. Me alegro de comprobar que soy capaz de hacer que la voz no me tiemble, y de no estar gritando—. ¿Cuál es la excusa ahora?

Parece que se atraganta, pero eso sólo contribuye a alimentar su enfado.

—Esto, ahora mismo —insisto—, se llama intimidación. Y acoso.

—¡¿Acoso?! ¡Se supone que somos amigos! —Gesticula con violencia frente a mi cara—. ¡Estoy intentando razonar contigo!

¡Razonar! ¡Será hijo'puta!

Aguanto mi terreno. Aprieto los puños.

—¿Venir a buscarme a mi puesto de trabajo a gritarme? ¿Usar tu superioridad física para intentar intimidarme? —Mierda, ya me estoy poniendo pedante. «Acorralarme», Ortiga, tendrías que haber dicho «acorralarme». Estoy perdiendo los papeles—. ¡*Eso* es acoso!

—¡Deja de manipularlo todo!

Todavía es capaz de subir más la voz. Tiene la cara tan roja que parece que le vaya a dar un infarto en cualquier momento. En cualquier momento. Y este sería uno tan bueno como cualquier otro, la verdad.

—¡ESTABA BORRACHO! ¡VAS A DESTROZARME LA VIDA SOLO PORQUE COMETÍ UN JODIDO ERROR!

—¡ESE NO ES MI PUTO PROBLEMA! —Estoy chillando. Odio chillar.

¿Cómo de lejos está la puerta? Las llaves se me clavan en la palma de la mano.

Mierda. Mierda. Mierda.

—¡VAS A QUITAR LA DENUNCIA!

Le tengo encima. Sin pararme a pensarlo le clavo un rodillazo en la entrepierna, girando la cadera para darme más impulso.

—¡QUÍTATE DE EN MEDIO, SUBNORMAL! —Chillar es sorprendentemente liberador. Nunca me había dado cuenta. Debería hacerlo más a menudo. O quizá la patada tenga algo que ver. Supongo que nunca lo averiguaremos.

José deja escapar un ruido ahogado desde la garganta, agudo, sorprendentemente alto en el repentino y delicioso silencio. Se le doblan las rodillas, las manos agarrándose la zona afectada. La cara se le queda amarilla.

Yo me hago a un lado cuando le veo inclinarse peligrosamente hacia adelante y lo dejo caer de boca contra el suelo. Me lanzo hacia la puerta y salgo del tirón. Las manos me tiemblan tanto que no consigo meter la llave en la cerradura.

Mierda. Mierda. Mierda.

Por fin atino, la llave entra y la giro hasta el fondo, dejando encerrado dentro al tembloroso montón que sigue tirado boca abajo en el suelo. Doy un paso y medio hacia atrás, las llaves todavía colgando de la cerradura.

Siento la cabeza como si la tuviera llena de aire. Y me he hecho daño en la rodilla.

—Mierda —jadeo, recuperando la voz—. Mierda. Mierda. Mierda.

Inventario.

Piernas, dos. Brazos, dos. Cabeza, en su sitio. La mochila, dentro, en el suelo. Mi móvil, también dentro. Me apoyo con una mano contra el escaparate, el codo recto. Dejo caer la cabeza hacia adelante.

—Bien, bien —Respiro—, podría ser peor.

Un repentino chirrido de frenos a mi espalda por poco hace que me deje caer al suelo del susto.

—¡URTICA!

Oh. Mierda.

Casi me placa, sus manos inmensas rodeando mis hombros y girándome tan rápido que podría marearme. Lleva el pelo completamente despeinado y parece que se haya dejado la compostura en otro traje. Me mira con los ojos tan abiertos como los míos.

—¿Qué hac…? —Sacudo la cabeza. Cambio de idea—. Estoy bien —digo simplemente.

Me mira durante tres respiraciones más, sus dedos clavándoseme en la piel a través de la tela de la camisa. Sus ojos recorren mi cara.

—De verdad. Estoy bien —insisto. Pongo una mano sobre su brazo—. No ha pasado nada.

Parpadea y por fin afloja un poco la presión de su agarre. Se pasa una mano por la cara y cuando la baja por lo menos ya no parece que acabe de ver una abducción extraterrestre.

Sigo notando la cabeza muy ligera.

—Creo que me ha roto el móvil —digo entonces. Giro la cabeza hacia el cristal del escaparate, al rectángulo negro que hay tirado en el suelo.

—Eso no es importante. Te compraré otro —ataja.

Le miro como si lo que está diciendo no tuviese ningún sentido. No tiene nada que ver.

—Me ha roto el móvil —repito.

Es importante.

Él sigue sosteniéndome por los hombros. Se aparta un poco más para poder abarcarme entera con la mirada.

—¿Te ha tocado?

Le sigo mirando.

—Ortiga. ¿Te ha tocado? —insiste, la voz peligrosamente contenida.

—No —contesto—. Le he tocado yo.

Sus dedos se me clavan otra vez.

—¿Qué? —jadea.

—Sí —Parpadeo—, en los huevos.

Vuelvo a mirar el interior de la tienda. José todavía no se ha movido, la cara contra el suelo.

—¡¿QUÉ?!

———————————————

Kate me pone una taza caliente en las manos y yo me quedo simplemente en esa posición, los antebrazos sobre la mesa, la leche humeando. Estamos en nuestra cocina, llevo una manta áspera sobre los hombros, no sé de dónde ha salido. Tengo frío, aunque no sé por qué. Se escucha un rumor bajo y grave de voces desde el salón.

El muy cabrón me ha roto el móvil.

Mi compañera ha estado un buen rato paseando de un lado a otro de la habitación, moviendo los brazos sobre la cabeza y despotricando contra José e imaginando desalentadores escenarios en los que ella no me llamaba por teléfono y no llegaba a enterarse de que me había pasado algo otra vez. Por suerte para todos, el escenario real es ese en el que ella y Elliot lo primero que hicieron fue llamar a la policía (y a Grey, que por algún motivo incomprensible parece haberse afincado en el hotel de Portland).

Finalmente, Kate me arrima otra silla y se sienta a mi lado, lo bastante cerca como para rodearme con los brazos sobre la áspera manta y apoyar la cabeza en mi hombro. La pobre se debe de haber llevado también un susto de muerte.

—Tía —murmuro, la vista fija al frente—, me ha roto el móvil.

Ella levanta la cabeza otra vez y me mira con preocupación, como si estuviera preguntándose si el móvil se ha roto contra mi cabeza.

—Quiero decir —Me giro para mirarla yo también—, ha *conseguido* romperme el móvil. Era un ladrillo indestructible…

Me quedo pensativa un momento. Tengo sentimientos encontrados al respecto.

En mitad de nuestro silencio puedo oír cómo se hace una pausa en el ruido de voces que llegan desde la otra habitación. Grey aparece en el vano de la puerta, la cabeza de Elliot asomando sobre su hombro. Entran.

—El tema del abogado está solucionado —dice con su voz de eficiencia, mirándome directamente a los ojos—. No tendrás que preocuparte por nada.

Oh, claro, porque parece ser que le he reventado un testículo. A José, digo. El abogado está a salvo. De momento.

Espera.

—Un abogado —Abro la boca. La cierro. Trago saliva—. ¿Cuánto me va a costar? —pregunto con un hilo de voz.

Maldito dinero. Odio el dinero. Casi tanto como los teléfonos. Mañana tendré que comprarme un teléfono.

—Urtica —pronuncia mi nombre muy despacio.

Se me abre la boca, viéndomelo venir.

—No. —Esto soy yo.

Es una broma. Tiene que ser una broma.

Elliot le hace un precavido gesto con la cabeza a Kate y ella se levanta de su silla.

Grey tiene la mandíbula tensa.

—Urtica —repite. Una nota de advertencia.

Yo niego con la cabeza.

—No, no, no, no. —Muy rápido.

De repente, nos hemos quedado inadvertidamente solos en la cocina.

Se pasa una mano por la cara y retira la silla que hay frente a mí, al otro lado de la mesa. Se sienta y pasea la mirada por la habitación un instante hasta detener los ojos en mi taza.

—¿Has comido? —me pregunta, seco.

—No.

—Tienes que comer.

Le miro y chasqueo la lengua. Él suelta un suspiro.

—¿Tan difícil te resulta dejarte ayudar, Urtica? —Su voz suena recriminatoria, pero también dolida—. ¿O soy yo en particular quien no quieres que te ayude?

—¡Pero es muchísimo dinero!

Porque… estamos hablando de lo del abogado, ¿no?, no de comida.

Seguro que ha buscado el gabinete más ridículamente caro que la sociedad estadounidense sea capaz de producir. Uno de esos que cobran tres mil dólares la hora.

Aprieto las manos sobre la taza ya templada.

—Pensé que ya habíamos establecido que el dinero no es un problema para mí.

—Pero… —Lucho conmigo misma por encontrar algo que decir—. ¡No es justo!

Él se limita a enarcar una ceja. Y parece que se le está agotando la paciencia que había reunido.

Estoy siendo desagradecida. Soy consciente de ello.

Maldita sea.

—Lo siento —Clavo la vista en la leche, profundamente mortificada—. Te agradezco de verdad que te estés tomando tantas molestias, pero…

Me muerdo la lengua.

—¿Pero? —pregunta, de nuevo calmado, la voz suave.

Pero no nos conocemos lo suficiente como para que esto esté justificado.

No confío en ti lo suficiente como para aceptar sin más tu dinero, mucho menos *tanto* dinero.

Dudo que te hayas hecho rico regalando por ahí tus millones.

No sé qué es lo que quieres de mí.

¿Qué coño quieres de mí?

¡Contesta a la pregunta!

—No me gusta deberle dinero a la gente —atajo.

—Eres consciente, confío, de que esto no es un préstamo. Es un regalo.

Vuelvo a mirarle.

Eso es precisamente lo que me preocupa.

—Los regalos implican una cierta reciprocidad. No está bien que me hagas un regalo al que no puedo corresponder. No es justo.

Se le relajan los músculos del cuello.

—Muy bien. En ese caso, ¿le resultaría más equitativo si hiciésemos un trato, señorita Dioica? —La sonrisa se le está empezando a afilar por la comisura izquierda, divertido.

Oh. Mierda.

—¿Qué tipo de trato? —titubeo.

Su sonrisa se ensancha.

Oh. Mierda.

—Digamos que establecemos una unidad de valor para la cual ambos tengamos el mismo poder adquisitivo —comienza. Enseña mucho los dientes al sonreír y sus ojos no se apartan de los míos—: el tiempo. Los abogados cobran una tarifa por horas, al fin y al cabo. Usted podría devolverme esa inversión con su propio tiempo: una hora por una hora. ¿Le parece más razonable?

—Te pagaría… en tiempo —Frunzo los labios.

—El tiempo es oro, señorita Dioica.

Está intentando comprarme. Está intentando hacerme sentir que puedo negociar, que tengo algo de control sobre la situación. Está dándome una salida por la que a mi enorme ego no le duela tanto pasar. Porque los dos sabemos que voy a necesitar un abogado, uno bueno, que los americanos están mu' locos, y algo me dice que ni siquiera con el dinero que vaya a sacar con la reventa de los libros voy a tener suficiente si las cosas se tuercen.

¿En qué momento este hombre me ha calado de esta manera?

Mierda.

Parpadeo frente a su cara casi con estupefacción. De alguna forma, me doy cuenta de que sabe lo que estoy pensando.

—Eres un capullo mucho más listo de lo que pareces —musito.

Los ojos se le afilan durante un instante, pero a continuación suelta una carcajada.

—Ese lenguaje —casi ronronea—. Pero me lo tomaré como un cumplido. Entonces, ¿cerramos el trato?

Extiende uno de sus largos brazos por encima de la mesa, ofreciéndome su mano. Yo me retiro hacia atrás sobre la mesa arrastrando conmigo mi taza de leche intacta.

La leche no forma parte del trato.

Entorno los ojos.

No soy imbécil, ¿sabes?

Él sonríe con sus dientes afilados ante mi mirada.

Deja de leerme el pensamiento, capullo. Todavía estoy a tiempo de comprarte ese perro que te prometí.

¿No preferirías un perro a cambio del abogado? Son muy fieles.

Sacudo la cabeza.

Céntrate, Ortiga. Esto es serio.

—¿Qué condiciones tiene ese trato? Una hora por una hora… ¿dónde?, ¿haciendo qué?

Hubiera pensado que esto le ensancharía todavía más la sonrisa de lobo que me está dedicando. Así que me quedo un poco desarmada cuando le veo dudar, las comisuras de la boca temblándole ligeramente. Retira la mano despacio.

—Realmente debes de tener una pésima impresión de mí, Urtica —Ya no es una broma, ha recuperado su voz seria de negociador por defecto. Y suena definitivamente dolido.

Algo muy frío me pasa por la boca del estómago.

—No es nada personal —murmuro—. Lo siento, de verdad. Quiero decir que, bueno, es cierto que no me fío de ti. Pero no es nada contra ti en concreto —Giro la taza entre mis manos—. No me fío de nadie.

Él se limita a asentir.

—Me entristece oír eso, Urtica, pero puedo aceptarlo —Se pasa una mano por el pelo—. Volviendo a las condiciones de nuestro trato: sólo pretendo disfrutar de tu compañía, dado que estás resultando ser una persona tan… —Esboza una media sonrisa, menos afilada que las anteriores— esquiva. Tú misma puedes escoger dónde nos reuniríamos y qué haríamos con ese tiempo. Tú decides. Elliot me cuenta que la señorita Kavanah y tú os mudaréis la semana que viene a Seatle. Eso facilitará las cosas. —Se levanta de la silla apoyando las dos manos sobre el tablero de la mesa—. Piénsatelo. Si prefieres que despida al abogado —Aprieta los labios un instante, la mandíbula tensa—, le diré que sus servicios finalmente no son necesarios. Me pondré en contacto contigo para saber tu respuesta. —Se encamina hacia la puerta—. Y, Urtica, come algo. Por favor.

—Christian —Le paro antes de que salga de la cocina—. ¿Seguro que no prefieres un perro?


7 comentarios :

  1. ¡Holi!

    Qué alegría me he llevado al ver la entrada. En serio. Es que me aburro mucho en la vida... XDDDDDD

    Ahora en serio. Como dice la etiqueta, la gente tiene un problema, y muy gordo. Estoy empezando a perder la fe en la humanidad y/o en los personajes ficticios. ¿Pero de qué va la peña? Lo único que se me ocurre son sartas ( sartones, XD) de palabrotas.

    Por cierto, he mirado en Wikipedia de qué va la cosa esta (es decir, el verdadero trato y lo que hacen juntos) y he flipado. ¿Qué cojones? Menos mal que no me he leído el libro... Estas cosas, en lo personal, me parecen repugnantes, pero esa es sólo mi opinión, es que a mí no me van esas cosas. Me ha gustado más el rumbo que has tomado tú en la historia. Tus reacciones serían las mías y las de cualquier persona medianamente normal :D

    Tengo ganas de una próxima entrega. ¡Y de caaaaaameos! XDDDDDD

    ¡Un saludo!

    Ate, A.

    PD: ¿qué son las palabras entre asteriscos? :D

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  2. En realidad, lo que me sorprende de estas novelas es lo lentas que son. En serio, ¡tuve que tragarme tres cuartos del primer tomo de Crepúsculo para que pase algo! ¡¡¡TRES CUARTOS!!! No entiendo cómo dicen por ahí que son "adictivos", que no pueden dejar de leer y bla bla bla Me quedaba dormida, les juro. Henry James es más ágil que esto.

    Así que bueno, José ya quedó fuera de combate (espero); ahora falta que te saques de encima a Chistian, y cartón lleno XD

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  3. Yo creo que este Christian y Ortiga van a terminar como buenos amigos. Y el perro... oh, pobre perro, con eso de las parafilias seguro va a sufrir. Lo bueno es que no tendrá que hacer un contrato con él. 50 sombras peludas.
    La parte de José me dio miedito.
    Y como dirían en los buenos viejos tiempos de fanfiction.net: Conti plis.

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  4. Hola Ortiga:
    Me muero de risa con tus fanfictions. Y shippeo contigo y christian, y con eso me refiero a que le des una buena patada luego. Has que sufra. Pero en serio, este Grey no me cae ni la mitad de mal que el Hardin. Gray tiene sus limites.

    Me alegra que en tu historia si demandaras a José, que en el libro original la protagonista me parecía tan estúpida y...en fin.

    Saludos.

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  5. Hola Ortiga:
    Me muero de risa con tus fanfictions. Y shippeo contigo y christian, y con eso me refiero a que le des una buena patada luego. Has que sufra. Pero en serio, este Grey no me cae ni la mitad de mal que el Hardin. Gray tiene sus limites.

    Me alegra que en tu historia si demandaras a José, que en el libro original la protagonista me parecía tan estúpida y...en fin.

    Saludos.

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  6. ¿Habrá crítica de 50 sombras y de After por parte de Zarza? Quiero leerlas y las podeis hacer ya que estais leyendo igual los libros.

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    Respuestas
    1. ¡Hola!

      Ya la hay, o por lo menos de After, y encima en la sección de Innombrables, ni más ni menos �� 50 sombras de Grey no sé, pero es bastante probable que también.

      Carol

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